RECURSOS DE AMPARO
(fragmento)
Se sentaba casi siempre en la misma mesa. Usaba vestiditos cortos de algodón y zapatos
chatos con hebilla. A veces venía con trenzas, pero por lo general se dejaba el pelo
larguísimo y brillante ondulando suelto sobre la espalda. No bien se sentaba, iba sacando
las cosas que había traído para vender ese día de una bolsa tejida. Yisca, me había
dicho que se llamaba; el tipo de bolsa, no ella. Ella se llamaba Amparo. Parece mentira,
pensaba yo, una broma del destino, que esa chiquita se llame así. Se la veía en el medio
de una desolación que no alcanzaba a percibir. No sentía pena de sí. Es más, diría
que no se miraba a sí misma en absoluto. Tenía una manera de estar ahí, como en un
sueño, que a los hombres les intrigaba. Yo los miraba desde atrás del mostrador.
Entraban al bar, y si no se ubicaban en una de las mesas a su alrededor, se sentaban
invariablemente mirando hacia ella. Me divertía ver como se iban confundiendo con la
mezcla de cosas que Amparo los forzaba a sentir. Era muy linda la turrita. Tenía el don
de atraerte y hacerte sentir un degenerado por el sólo hecho de mirarla. Había algo
perturbador en esa mujer niña, blanda, redondeada, que cambiaba de cara como quien cambia
de traje. Yo conocí ese estado de confusión. Descansaba manso en la inocencia que se
abría como una autopista hacia el fondo de sus ojos, y de pronto un relámpago de
malicia, y unos iris de tigre en el camino que batían "de acá no pasás,
flaco." Pero uno quería pasar, y averiguar adónde llevaba la autopista, y cómo
había nacido semejante tigre en Disneylandia. Entonces surgía la confusión y la culpa
de querer desabrocharle el vestidito, y cuando te querías acordar, Amparo te había
madrugado y le estabas pagando un perfume.
Siempre tomaba lo mismo, leche; yo lo veía como parte del doble mensaje. Para ese
entonces cursaba Psicología I y todo lo relacionaba con Freud. De noche, a la salida de
la facultad, a veces me imaginaba que me estaría esperando, porque le había contado que
estudiaba Filosofía. Creo que nunca me registró como uno de los que la deseaban, yo era
sólo el mozo, el que la dejaba quedarse horas frente a su único vaso de leche. A veces
me parecía que el tigre también se relamía conmigo, pero era muy difícil de decir.
Una noche no tuve facultad por el paro, entonces el gallego me pidió que hiciera horas
extras porque él quería salir con una mina. Yo tenía que estudiar para un parcial, pero
como de noche iba poca gente al bar, me llevé los apuntes para ir leyendo mientras les
servía caña y jerez a los viejos que se juntaban a jugar a los dados. El gallego casi
siempre cerraba a la una, pero me dijo que si quería me fuera más temprano.
Era una noche de perros, con un viento feroz que silbaba entre las chapas y sacudía los
marcos flojos de las ventanas. Había empezado a llover a la tarde, y a eso de las nueve
dieron el alerta de sudestada. De los timberos, habían aportado a duras penas el sordo
Suarez, Justino y Don Luján, que eran los que no se perdían una partida ni por
diálisis. Unas pocas parejitas, que se refugiaron de la lluvia cuando se puso fea,
intentaban hacer de cuenta que estaban en otro lado. No es que el bar del gallego sea feo,
pero de noche no tiene clima, mejor dicho tiene clima de cafetín decadente, cosa que a
mí me gusta, pero parece alejar al público amante de los helechos de plástico.
En eso andábamos cuando dos hombres entraron envueltos todavía en un viento frío que
nos hizo estremecer a todos. Se sentaron en la mesa que quedaba cerca del mostrador, justo
delante de la máquina express. Cuando me acerqué vi que uno de ellos era el tipo que
había visto varias veces esperando a Amparo cerca de la esquina, un mocoso que ponía
cara de rufián que se las sabe todas. Se veía algo mayor que ella, pero no mucho, más
cerca de mi edad pero más gastado. El otro tenía cara de turco, o egipcio, con la cabeza
invadida de rulos abigarrados que no dejaban ver si tenía frente, porque la nariz
parecía salir disparada directamente del cuero cabelludo, y avanzaba como una enorme
cimitarra amenazante, dificultando la conversación. El rufiancito parecía arreglárselas
para no desconcentrarse, y hablaba despacio, con una mezcla de entusiasmo y cautela. Me
acerqué a preguntarles qué iban a tomar, y me di cuenta de que el turco casi no hablaba
castellano, porque el otro le ofició de intérprete cuando no supo cómo pedir un café
doble.
El partido de dados había empezado a animarse. Don Luján había dado vuelta un dado y el
sordo protestaba. El ruido del cubilete golpeando con bronca la madera de la mesa obligó
a subir el tono de voz. Yo estaba detrás de la máquina de café sirviendo el pedido,
cuando del chamuyo confuso del oriental surgió la palabra Amparo. Deformada y todo como
salió, cruzó el aire como una luciérnaga y se encontró para colmo con la corrección
del otro, que no dejó lugar a dudas. Estaban hablando de Amparo. El corazón se me
aceleró, pero mantuve el pulso firme cuando acerqué los cafés a la mesa, tratando de
averiguar más. Los dos hombres esperaron que me alejara para retomar el tema.
Agazapado detrás de la máquina de café, fui hilvanando los fragmentos de conversación
que llegaban entre las risas de Justino, el estallido de los dados y el silbido del viento
que parecía robarme las palabras cuando más las necesitaba.
Amparo estaba siendo vendida. El supuesto dueño la describía como una joya, difícil de
encontrar en otro lugar del planeta que no fuese el Río de la Plata. Por ese precio, una
verdadera ganga. En eso se oyó la sirena de defensa civil, justo cuando se hablaba de una
cifra y una hora de entrega. Era el aviso de evacuación. Se venía el agua. Había que
cerrar.
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