CARMELA'S SAGA.
(fragmento)
A Carmela la habían traído de Corrientes sus dos tías de Buenos Aires. Convencieron a
la madre de la chica de que se vería beneficiada por la educación superior que ellas
podrían financiarle, para que, como había sentenciado la tía Elvira, estuviera de una
vez por todas a la altura de su situación. Su situación, como había sido caratulada,
era nada más y nada menos que la de pertenecer, por su lado paterno, a una de tantas
familias de dudosa alcurnia y modales afectados que establecían sus ghettos en selectos
barrios porteños, allá por los años cincuenta. El padre de Carmela había muerto
relativamente joven, para dolor y alivio de sus hermanas, que lo sufrieron en vida como un
estorbo impresentable en los salones que ellas, en su empinado ascenso, pretendían
deslumbrar. Su modestísima cuota de belleza y gracia les negaba el lujo de desentonar, y
en su épica búsqueda de pertenencia, vieron con disimulada algarabía como Andrés se
alejaba de su coto de caza para convertirse en un cazador en serio, en los esteros del
litoral.
Años después llegó al departamento de la hermana menor, Ema, una carta breve y una foto
que mostraba a Andrés más viejo y más tordillo, como él se describía, abrazando feliz
a una mujer oscura y sonriente, y a una chiquita de largas trenzas castañas y vestidito
floreado. Elvira no pudo dejar de notar, como fondo de la fotografía, la vaga silueta
desenfocada de lo que se le antojó una horrenda tapera desaliñada, que descargó un
mazazo sobre su sistema de alarma social. La carta agregaba motivos de preocupación,
dando detalles de origen y oficio de la inesperada cuñada, a la sazón medio india y
enfermera. Afortunadamente, no pudieron encontrar en el texto ni una lejana alusión al
peligro de una visita. Solamente una suave tristeza, un secreto gesto de adiós, fue
intuído en silencio por Ema, pero había crecido demasiado dominada por Elvira como para
arriesgarse a develar su presentimiento. Sólo atinó a enviar por su cuenta una carta
mucho más cariñosa y fraternal que la distante nota, redactada por ambas, agradeciendo
el recuerdo y punto. En la carta, Ema le hacía saber a su hermano que siempre lo había
querido más de lo que se había atrevido a demostrar, y sobre el papel arrugado por
alguna que otra lágrima, le prometió que nunca abandonaría a Remedios y a Carmela si
algo le pasara a él. Era su manera de responder a ese gesto de oculta despedida que bien
supo adivinar. Efectivamente, meses después, un nuevo sobre con sello de Corrientes pero
escrito por distinta mano llegó al departamento, anunciando la muerte de Andrés,
después de una larga enfermedad. Elvira, la mayor de los tres hermanos, se encargó de
publicar la noticia en necrológicas. Ema se encargó de llorar y culparse sin demasiada
convicción.
Pronto ambas retornaron a sus respectivas historias olvidando el episodio, cerrando sin
dificultad el hueco en sus vidas dejado por un hermano que ya hacía rato había partido
para ellas. Sólo Ema miraba de vez en cuando la fotografía que había conservado,
preguntándose cómo estaría esa sobrina que ella prometió proteger, y que a medida que
pasaron los años imaginaba ya convertida en una adolescente.
Hasta que un buen día sonó el teléfono en su casa.
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